viernes, 16 de agosto de 2013

La vida en la mar… ¿Es bella?



Si dejamos a un lado las áureas velas de los modernos yates navegando entre verdes islas caribeñas, cuyas palmeras hundiendo sus raíces en límpidas playas de blancas arenas, balancean suavemente sus ramas sobre las tranquilas y transparentes aguas de turquesíno color -¡Concho!. Me ha quedado una frase preciosamente cursi. – podemos adentrarnos un poco en lo que era la vida a bordo de un navío de los que durante la segunda mitad del siglo XVI y los siglos XVII y XVIII, unieron España con los territorios descubiertos al otro lado del “charco” y nos fijaremos en particular, en aquellos enormes “monstruos”, que en su tiempo fueron los galeones.


Todo comenzó gracias a los árabes, que tradujeron y por lo tanto conservaron para la posteridad las obras de los matemáticos de la Grecia Clásica, sobre astronomía, los conocimientos, aunque aún no muy exactos, sobre la latitud y el desarrollo de ese gran invento náutico que fue el astrolabio.
 
Todo esto, fue lo que marco la gran diferencia entre la navegación de cabotaje y la navegación oceánica o de gran altura. Pero así y todo, no fiándose demasiado, por no decir nada, de sus instrumentos para saber en un momento determinado en que lugar del Océano se encontraban situados, se formaron dos imaginarias carreteras marinas, una de las cuales la situaban entre los paralelos 16º y 18º N, que partiendo de las Islas Canarias y aprovechando los constantes vientos Alisios del NE, acababa en las Pequeñas Antillas, mientras que la segunda, la del tornaviaje o regreso, se encontraba situada entre los paralelos 35º y 37º N, y terminaba en la Península Ibérica a la altura de las Islas Azores, después de aprovechar la fuerza de la Corriente del Golfo y los potentes vientos del NO.
 El viaje podía durar entre 2 y 3 meses, y como es fácil comprender al encontrarse 500 personas, entre tripulación y pasaje, se creaba una situación tan agobiante como conflictiva, sin contar con la intimidad que era prácticamente nula. Solamente el capitán, oficiales, piloto, médico y algún pasajero realmente rico, al que el carpintero le construyese un pequeño camarote a base de paneles de madera, previo pago, podía aceptarse. El mobiliario que no se encontrara en las cámaras de los altos mandos de la nave,  era llevado a su mínima expresión, y su confortabilidad a su máxima inoperancia.

 Podríamos decir, que el navío estaba claramente diferenciado en dos partes, divididas por la línea que marcaba la cuaderna maestra, o el palo mayor. A popa estaba el castillo, zona noble o de prestigio del barco, donde se alojaban y pasaban la mayor parte de su tiempo el capitán, la oficialidad y los pasajeros económicamente poderosos, mientras que en la proa, en el alcázar, se encontraba la marinería y los pasajeros sin recursos, en una palabra, la chusma. (Por cierto el vocablo chusma, proviene del latín celeusma, que era el canto con el que la marinería se animaba al bogar. Mas tarde y por evolución, pasó a denominarse chusma a los remeros y forzados al remo en las galeras).

Estos barcos acostumbraban a portar animales vivos, que ubicaban en lugares preparados para tal efecto, como por ejemplo era el construir sobre el cuartel de las escotillas de proa, la cochinera, el gallinero o el encerradero de ovejas. Las vacas, se colocaban en el interior de una de las cubiertas inferiores y su destino, como el de las ovejas o cabras, era el de proveer de leche fresca hasta que se agotaran, pasando inmediatamente a ser sacrificadas para carne. A las gallinas les ocurría otro tanto en cuanto dejaban de poner huevos.

Cuando se mataba un cerdo, los marineros recibían una parte de él no muy grande, enviándose el resto a la cámara. En cuanto a los animales pequeños, como las gallinas o los pollos o patos, ni los probaban.

 Aparte de estas diferencias, la alimentación en estos buques se basaba en la carne de vaca salada, pero así y todo, cuando se abría un barril nuevo, el mayordomo, escogía para llevar a la cámara los mejores pedazos, aquellos que tenían algo de grasa, y sin ningún tipo de rubor, ya que la misma marinería ayudaba en esta operación. A ellos les tocaba las partes mas secas y duras, a las que llamaban jamelgos, y con razón, ya que desaprensivos aprovisionadores,  les vendían como buey, otras carnes como la de caballo y burro.
 Richard  Henry nos cuenta, que cuando sentados alrededor de la gaveta de la comida, aparecía uno de estos extraños pedazos de carne, el marinero en cuestión, recitaba un curioso verso que decía:

¡Jamelgo, jamelgo! ¿Qué haces ahí?
De la cantera a la punta del puerto
he acarreado piedras medio muerto.
Cuando conmigo acabó tanto abuso,
me salaron para darme uso
en la gaveta del marinero.
Y él ahora maldice mi salero,
taja mi carne, roe mis huesos
y tira el resto de mí al infierno.

Los marineros hacían cola en las letrinas situadas a proa lugar donde más se mueve el barco, para hacer sus necesidades, y que consistía en colocarse en un precario equilibrio sobre un tablón agujereado que se colocaba suspendido sobre la mar. Los personajes de popa usaban, para estos menesteres, los llamados jardines, que consistían en unas garitas exteriores y voladas que portaban a ambos costados de la popa, con puertas a cubierta o a las cámaras y que tenían una tubería de desahogo que llegaba hasta la línea de flotación. Algunas estaban bellamente adornadas, integrándose en  la decoración del espejo de popa.

El comandante y los pasajeros ricos, también empleaban bacines y bacinillas, que sus criados se encargaban de limpiar, y que estaban bajo el mando de un curioso personaje que tenia el título de capitán de jardines.

¡En fin! La verdad es que entre todos ellos, no se puede negar, que contribuían y realmente conseguían que la higiene del barco fuese bastante nefasta.

Una curiosidad cultural de la época, es que se asociaba al agua dulce con ciertas enfermedades extrañas, por lo que se usaba para beber y en un contexto higiénico, únicamente para lavarse las manos y la cara;  y como por otro lado, tanto el capitán como la tripulación estaban obligados a dormir vestidos, nos encontramos con que no se cambiaban de ropa durante el tiempo que duraba la travesía, que en el mejor de los casos era de dos meses, por lo que creo que ... ¡Sobran comentarios!.
No recuerdo, que almirante de la escuadra española, dijo refiriéndose a las galeras de su tiempo, que... “antes de verlas se las podía oler”. Con estos galeones podría ocurrir tres cuartos de lo mismo.

Otra curiosidad cultural de esa misma época,  era que los marineros estaban obligados a preparar su alma antes de zarpar, por lo cual, y bajo previo pago voluntario, se les obligaba a confesar y comulgar.  Por cierto, y por existir esa costumbre, no era extraño que entre la tripulación que les acompañaba, se encontraran que también estaba enrolado algún Santo, que al final entraba en el reparto de la paga como un marinero mas, paga que iba destinada a la parroquia de la que el Santo provenía.

Por ser un incendio a bordo, una de las catástrofes mas terribles que podían ocurrir en un barco del tipo que nos ocupa, los marineros que acostumbraban a tomar tabaco de humo – ya que a cada tripulante, además del peine y la liendrera, se le hacia entrega de una pipa y tabaco – estaban supeditados a unas estrictas normas, que podían ser castigadas con seis días a pan y agua y cargados de grilletes, si se les encontraba fumando en cualquier lugar que no fuera  junto al palo trinquete y al lado de una tina con agua. Por supuesto estaba terminantemente prohibido el fumar de noche o durante las horas de oración.

 En cuanto a los “entretenimientos” de la tripulación, el comandante era el encargado de mantener el orden sexual a bordo, y siendo la homosexualidad en ese tiempo un delito mas despreciable que el mismo asesinato, y solamente superada por la pederastia y si lo hacían, las autoridades de la Casa de Contratación podrían condenarlos por no cumplir sus instrucciones.

Ni los individuos mas poderosos se escapaban de los terribles castigos a los que los condenaban si  eran descubiertas  y denunciadas sus relaciones,  empleándose con ellos la temible garrucha, que consistía en atar al reo las manos a la espalda e izarle desde una verga y sobre la cubierta, colgado por las muñecas, hasta que se le descoyuntasen las articulaciones de los hombros y de los brazos. Por si eso no bastaba, se le ataban pesos a los pies, que eran aumentados poco a poco de tamaño hasta que el reo moría. Esto si no se esperaba llegar a puerto, para que si ante el Tribunal competente se probaba su culpa, el sodomita tenía todas las posibilidades a su favor para terminar en la hoguera como un hereje.

A las mujeres que viajaran con sus maridos, se las protegía con un estricto control, y las viudas eran prácticamente inaccesibles  por estar marcadas por la estricta moral de la época. Resultando que al final, las que se lo pasaban de miedo, eran las criadas que acompañaban a sus señoras, ya  que por tener la moral de la época una manga bastante ancha con las “clases inferiores”, no tenían demasiados  problemas para entrar a compartir con los tripulantes sus juegos amorosos.
 Hasta la vista
 
  
 
 

 

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